Patricia Gutiérrez
October 13, 2025

Un acercamiento al inventario de voces

Entre las paredes asépticas de una clínica, la conciencia despierta. Una voz —o muchas— intenta narrarse antes de desvanecerse. Este es el primer registro de Inventario de voces.

Entre las paredes asépticas de una clínica, donde el tiempo se repite con precisión quirúrgica y el silencio tiene la textura del control, una voz despierta. No es solo la de Lía, sino un coro de memorias, ecos y desdoblamientos que conforman este inventario de voces: un registro de identidades que se disuelven, de realidades que se superponen hasta volverse indistinguibles.

En este lugar, el tic del reloj no mide el tiempo: lo impone. Cada minuto marca una frontera entre lo que puede nombrarse y lo que debe permanecer oculto. Los pasillos, las luces frías, las respiraciones medidas… todo se convierte en piezas de un rompecabezas que no busca completarse, sino revelar la fractura del lenguaje frente a la despersonalización.

La autora —o tal vez las autoras que habitan en la mente fragmentada de Lía— construye una atmósfera de vigilancia constante y belleza contenida. Su prosa, afilada como un bisturí, logra un equilibrio extraño entre la precisión del diagnóstico y la fiebre poética de lo inefable. En sus páginas, la memoria se transforma en un campo de pruebas: lo que se recuerda se contamina, lo que se olvida sobrevive como sombra o mancha persistente.

Inventario de voces no es, ni remotamente, una historia sobre el encierro. Tampoco un catálogo de locura, como lo imaginarían quienes jamás han sentido las paredes acercarse. Es una exploración radical —y por momentos insoportable— de la conciencia: un laboratorio textual donde los límites entre cuerpo y lenguaje, entre percepción y registro clínico, se erosionan lentamente, como si un ácido invisible corroyera los recuerdos hasta diluirlos en la sangre.

Quien se adentra en estas páginas lo hace junto a Lía, pero pronto comprende que el verdadero laberinto no está en los pasillos ni en la arquitectura de la vigilancia, sino en la mente que los reescribe para sobrevivir. Cada número, cada palabra, cada irrupción absurda de un 3:17 —esa marca que infecta superficies y páginas— es una grieta por donde lo humano se filtra, desafiando el orden impuesto.

Entre la voz de la psiquiatra, los protocolos de la enfermera, el zumbido de los tubos fluorescentes y el eco de una radio de onda corta, se abre un espacio en el que la conciencia, o lo que queda de ella, se observa a sí misma. Esa autopsia interior no busca salvarla, sino entender el modo exacto en que se desarma.

A medida que el inventario avanza, la narrativa se vuelve menos biografía que mecanismo de resistencia. Hay una hostilidad subyacente —las tareas que sustituyen emociones, la memoria que se vuelve borrosa, el tedio metódico de los días idénticos—, pero también una belleza inusual en la precisión con que las sensaciones logran filtrarse, incluso cuando el protocolo intenta desinfectarlas. En esas fugas del lenguaje —y del silencio— persiste algo parecido a lo real: frágil, tambaleante, pero vivo.

No hay una verdad definitiva en estas páginas. No hay redención. Solo la posibilidad de que el lector, al recorrer este archivo de voces, descubra algo propio reflejado en su inestabilidad. Porque este libro, leído con atención, actúa como un espejo de superficie incierta: devuelve rostros y recuerdos que tal vez no pertenecen solo al personaje. ¿Quién observa? ¿Quién narra? ¿Quién decide qué voces merecen ser oídas?

En el fondo, Inventario de voces es un acto de resistencia. Escribir para no ser borrada. Hablar para seguir existiendo, aunque el eco se repita una y otra vez en un pasillo sin fin.